Y luego el que comienza el Encuentro, la máxima autoridad ahí presente, la directora de una biblioteca pública, ofreció un discurso inaugural de aquellos que encomian a los jóvenes por dedicarse a las letras, que ponderan su valor en una sociedad donde la televisión gana espacio y la lectura se olvida y esas cosas maravillosas y tan grandiosas.
Después, la primera mesa de lectura, dedicada a la poesía y encabezada por quien lideró el encuentro, ese paladín de las letras mexicanas, líder moral y estimado carnal de muchos de nosotros:
Balam Rodrigo. Durante esa mesa se leyó, también, un poema dedicado a éste, su bloguero de confianza y prestanombres del Pávido Návido, fue en voz de Fernando Trejo
y no fue el primero del fin de semana.
Se sirvió una incierta comida en el Café Astoria, lugar que fue la sede culinaria del Encuentro y en el cual la fina atención y amabilidad de las meseras no compensaba la medianía del sazón.
Salimos a encontrarnos con Acapulco, a buscar algo del glamour que Elizabeth Taylor y Luis Miguel otrora derramaban sobre sus playas. Un fuerte olor a cincomil inundaba el malecón, una suerte de paradero de Tacuba con mar, quizá Tláhuac con sus canales centenarios sea un mejor símil de aquel perdido paraíso.
Acapulcodonde el amor existedonde llegan las olascansadas de vagar...Rigo Tovar La costera nos llevó al Cocoloco, una comitiva no grande y poco pequeña, de la que el hijo pródigo de Jilotzingo formaba parte, dio con aquel sitio para beberse la playa en envase de Victoria guardada en una cubeta disfrazada del más playero de los animales: una ranita.
Mientras refrescábamos nuestra sed de bañistas frustrados, fuimos testigos del actuar de un par de rescatistas que cosieron en vivo la ceja de un turista chilango abierta, seguramente, en algún desliz de presunción, un vaso con agua y algunas servilletas bastaron para reponer la carencia de material de curación, hay que destacar que la mujer que aplicó la costura tuvo la delicadeza de utilizar guantes quirúrgicos.
Quienes no tenían el mismo nivel de higiene eran las masajistas costeñas que en más de una ocasión intentaron manosear la espalda de
Daniel Saldaña, ungiéndolo con un lípido bálsamo. Aparte de las sobadas, un desfile de productos de la más variada índole fueron ofrecidos a nuestra mesa: aretes, aceites, playeras, pescadillas, periódicos, discos compactos, camarones frescos, donas, pases para discotecas, imanes para el refrigerador, viajes en paracaídas, ostiones en su concha, pepitas (
Víctor Cabrera decidió emular una tarde de pulcata y pidió sus diez pesos de pepitas, claro que en precio Acapulco el importe se incrementó un bastante), paletas heladas, hamacas y no, nadie se animó a subirse a la banana.
Un tecladista sacado del Wings de Fray Servando amenizaba su tarde con un repertorio bastante diezdemayo y unos acordes bastante monocordes. La reflexión giraba en torno a la nula capacidad del turista mexicano para escuchar al mar en la playa cuando comenzaron los acordes de
"Perfume de Gardenia" aquella gran canción de Rafael Hernández, dedicada en la playa al versificador de la Floresta por Fernando Trejo que de alguna forma tenía que compenzar el saludo mañanero que me había asestado unas horas antes.
La comitiva se amplio y nos enteramos del slogan de nuestra lounge acapulqueño, Cocoloco, donde el cliente es primero. Y la verdad, lo comprobamos, ahí el cliente es primero.
Vuelan en La Quebrada las gaviotas,
pañuelos blancos que dicen adiósy en el sutil encaje de la costa te dejé, para siempre el corazón.José Agustín Ramírez El Bar del Puerto nos abrió sus puertas para ofrecernos su cerveza fría y barata (para citarme) y escuchar los textos de quienes tuvimos la suerte de leer al amparo de un gran pez vela tipo marisquería y en el fluir del alcohol. Algunos ya se encontraban en estado servido, un guitarrista se echaba unos boleros en tono y ritmo de chilena costera. Las conversaciones se tornaban interesantes, las amistades se estrechaban y el hambre comenzaba a hacer mella en los cuerpos de los escritores. De pronto alguna dispersión sonó a cena, unos tacos de bistec y al pastor acabaron con el antojo, pero la noche continuaba.
Disminuida la comitiva caminamos por la costera buscando un lugar decente y barato para seguir cheleando. No hubo tal sitio. Así que mejor nos dirijimos a Sinfonía del Mar, una especie de barra de cantina ceceachera con vista al mar acapulqueño, que en la noche y con el reflejo de la luna en sus aguas llega a ser lindo. Ahí, mientras yo charlaba con
René Morales sobre jazz, Benjamín Morales se echaba una jeta y
Luis Paniagua, agobiado por los sumos del alcohol y obnubilado por la magnanimidad del Pacífico tomaba y tomaba fotos, cuando quiso hacer un close up desde un risco, Fabián Rivera confundió el gesto con una actitud storniniana y corrió a suplicar que no se aventara, al menos no en ese mar tan cañería.
La gente allá en la playano deja de bailarprefieren irse al baileen lugar de bañarLos Hooligans El sábado comenzó con unos chilaquiles algo desabridos en el Astoria, luego una mesa disque de discusión, de esas en las que alguien habla de que la poesía no se vende y alguien salta para preguntar si es deber y gusto de los poetas vender sus libros y alguien más se pone a discutir sobre la militancia de los poetas y a criticar a aquellos que escriben sobre la guerra desde el departamento y a los que firman con mont blanc, el chiste es que qué güeva, porque el asunto en un encuentro de escritores, me parece es hablar sobre escritura, no sobre burocracia y filiaciones.
Rodrigo Castillo y
Sergio Loo leyeron un par de textos para distraer la discusión hacia un asunto más central: los nuevos derroteros de la poesía mexicana, las formas en que se escribe, algunos esbozos de grupo y cuestiones más interesantes para una mesa de discusión, lástima que la cruda y el sol tropical nos invitaran con premura a volver a la playa.
Al mediodía siguiente regresamos al Cocoloco para sentirnos importantes en aquel puerto y fuimos testigos de la forma en que doña Marta y Prudencio (los nombres han sido cambiados por discreción) festejaban sus cincuenta años de casados, cantando boleros, tomando agua de coco y bailando sobre la arena con pellizco de nacha y toda la cosa. Con la relajación que da el sentirse en casa, al amparo del Cocoloco, donde el cliente es primero, continuamos las charlas, escuchamos "Libro abierto" dedicada a todos los poetas del Encuentro de Escritores de Acapulco, luego el tecladista nos quiso complacer con una versión bolerística de "Kumbala" y también sonó la rondallera "Mitad tú, mitad yo" para que Cabrera se deleitara. Todo era Cocoloco y paz. Un coktail de camarones, unas tostadas de ceviche, los pepinos con limón para Ale, la risa por el reportaje del periódico El Sur dode se daba cuenta de la actitud alivianada, los shorts y las sandalias con las que los escritrores jóvenes se reunirón a disertar.
La noche comenzó, otra vez, en el Bar del Puerto, allí hubo largas mesas de narradores, algunas indirectas sobre preferencias sexuales de bardos y, otra vez, una mentada de madre para este escribiente, ahora en boca de
Julio César Toledo que disfrazó la refrescada con la dedicatoria de un poema. Luego, tortas de milanesa y chocomilk en un merendero.
San Marcos tiene la fama