este es el post número ochenta, festejemos con una piterez

México, 1988. La depresión colectiva se apoderaba, una vez más, de la sociedad y las calles. Sólo una megaproducción televisiva podía paliar los efectos de la terrible realidad patria. Yolanda Vargas Dulché -sí, la inventora de Memín Pinguín, esa dulche mujer creadora de preciosas historias, de finales felices y edificantes mensajes pro status quo- nos sorprendió con el magnífico guión de EL PECADO DE OYUKI, una telenovela que antes de transmitirse adevertía al público sobre lo candente de las escenas, recomendando que los menores no la vieran y se fueran a acostar en ese mismo instante. La trama es sencilla, incoherente y subestimadora del coeficiente ¿intelectual de la mexicaniza: una japonesita (Ana Martín sí ¿cómo no?, por fin alguien que les cumple el sueño a los nipones de no tener ojitos de regalo -ya saben "que los abra, que los abra"-)que se dedica a ser geisha (por dios, hay unos peliculones sobre el tema con escenas realmente candentes que implican sangre y toda la cosa). En fin, la japonesita se enamora del hijo del embajador inglés, Irving Pointer (así o más estereotípico el name) y se desencadena una historia de amor y pasión en la que el hermano de Oyuki, Oguino, es uno de los malvados al explotar a la pobre geisha . Total que el encuentro de culturas y morales hacen insufrible el romance entre los protagonistas que dura décadas de desencantos, traiciones para preparar el final feliz necesario para el género. Lo guau de esta novela que por lo que les cuento suena de güevísima (lo es, nunca me había aburrido al escribir un post) es, se supone, lo fastuoso de una producción filmada en Japón, en una locación rabona del Ajusco y los vestuarios y caracterizaciones para orientalizar a los actores que tenían ojotes de sinaloenses y piel cobre azteca. San Juanita de los Lagos, líbranos de más Oyukis y succiones mentales de este tipo. Siglo XXI bienaventurado seas, muera la pretensión ochentera.